domingo, 17 de abril de 2011

Reflexiones sobre el humanismo

A lo largo de la historia de la humanidad siempre hemos observado el dominio del hombre sobre el hombre manifestado de diversas formas, por ejemplo vemos como se ejerce el poder a través del uso de la fuerza. Muchos creen en el poder de la dominación a través de las armas, la manipulación o el miedo para lograr determinados sus propósitos.
El uso de este tipo de poder no es eficiente porque genera caos y resentimiento. Existe un poder mucho mayor que el que podemos ver en los modelos arcaicos y es el poder al interior del hombre.
Os dejo un ensayo muy interesante escrito por Emilio Méndez, que nos hará reflexionar sobre la dirección de la humanidad y la necesidad de cambiar el modelo de sociedad actual. Recomiendo imprimirlo y leerlo detenidamente.

1. Por su mismo carácter propedéutico no parece estar de más comenzar estas reflexiones, que pretenden expresar lo más esencial de nuestro tiempo, el declinar del humanismo, destacando el significado de lo que hoy puede entenderse por pensar.
Y es que a diferencia de
cómo se vino antaño comprendiendo el pensamiento, y la filosofía como su manifestación más relevante, fundamentalmente como interpretación radical y última de lo real, y de modo algo más reciente, como conciencia crítica y/o transformadora del mundo social e histórico, en ambos sentidos siempre como legitimación del humanismo, hay que subrayar que hoy, quizás ya no quepa entender tal actividad de otro modo que como expresión del tiempo por el que el hombre transita, o lo que
 es igual, como indicación de lo más propio que acontece en el desenvolvimiento histórico. A ello fue a lo que Martin Heidegger se refirió al escribir: un autor que anda por los caminos del pensar, lo único que puede hacer, en el mejor de los casos, es señalar1. No encuentra así hoy el pensamiento otra legitimidad que la de constituirse en mero registro (conceptual) de aquello esencial que históricamente acontece, pues no es tiempo éste ni de dogmas metafísicos ni de imposición de criterios justificativos de la acción (sea en lo ético, lo social, lo político, etcétera).

1 Martin Heidegger. Conferencias y artículos. Ediciones del Serbal, colección Odós, 1ª edición, Barcelona, 1994. En Prólogo, pág. 7. 

Los mismos pensadores e intelectuales no son ya más que meras comparsas del poder. Nos hallamos en un tiempo, que algunos han denominado post-moderno, en el que el pensar no resuelve nada (en el sentido de que no precede a la toma de
decisiones): la construcción social e histórica del mundo se halla presidida hoy únicamente por el pragmatismo económico y el juego de fuerzas entre los múltiples poderes que se encuentran activos en un determinado contexto de decisión. El pensar filosófico ha dejado así de ser una interpretación del hombre (y de la vida en general) que pueda auspiciar y favorecer decididamente un auge del humanismo.
Entender el pensamiento al modo tradicional, como reflexión radical y última sobre los interrogantes fundamentales que afectan al ser humano (Dios, Mundo y Hombre), al igual que hacerlo como conciencia crítica, como valoración del propio tiempo histórico en pro de la esperanza de un mundo más justo y humano (cualquiera que sea la forma en que éste se nos presente), no nos parece en verdad más que introducir elementos meramente relativos e ideológicos en la reflexión, y, como tales, contrarios a su pretendida racionalidad (en cualquiera de las dos instancias de que se trate, la verdad o la justicia). Y por mucho que toda época experimente ante sí perplejidades, dilemas y riesgos, cuestionamientos en último término que se manifiestan como inaplazables, en todos los casos la filosofía, observada desde la distancia, tan sólo ha parecido limitarse a mostrar ciertas preferencias subjetivas (en cualquiera de las determinaciones posibles del sujeto, sean histórico-culturales, económicas, sociales, lingüísticas, biográficas, etc.), y ello tanto frente a la honda oscuridad del mundo como ante la inapelabilidad del mismo suceder histórico.

Asumimos así, en la actualidad, que el pensamiento, entendido como mirada interpretativa sobre la realidad (lo que no parece ser algo distinto que actividad tendente a procurar una comprensión esclarecedora de la cosmovisión dominante y legitimadora de la acción subsiguiente) no nos permite en verdad ahondar en la naturaleza y sentido de tal totalidad: ante el Mundo el sujeto no
es más que mero receptor de unos condicionantes que actúan sobre él y determinan sus respuestas, (igualmente cabe pensar de un sujeto que pretenda actuar de modo creador ante la realidad que le circunda). El ser no es, ni parece que nunca podrá llegar a ser, inteligible a la mirada humana: su mismo carácter irremediable
e inapelable supera con creces, como ha subrayado acertadamente
Clément Rosset2, nuestra capacidad de sufrimiento, y de ahí todos nuestros atisbos metafísicos.

2 Clément Rosset. El principio de crueldad. Edit. Pre-Textos. 1ª edición. Valencia. 1994. Traducción
de Rafael del Hierro Oliva.
De igual modo ocurre con el pensamiento social, político e histórico. Al ser siempre un sentimiento de desajuste y de frustración lo que conduce esencialmente al hombre a querer un futuro distinto y mejor al suyo, desaparece toda posibilidad de una comprensión desinteresada y objetiva del presente y de su posible devenir.
No se logra así ni una estimación legítima sobre el propio tiempo, ni una meditación no valorativa e incuestionable sobre la historia: tal pensamiento es, a la postre, siempre ideológico.
La experiencia, de hecho, nos ha mostrado que en ambas actividades el sujeto introduce elementos en su reflexión que acaban por desfigurar la realidad del objeto de estudio en cuestión. No hay forma alguna de superar el perspectivismo3. Por ello, y frente a estos dos modos esencialmente viciados de entender el pensamiento (el metafísico/interpretativo y el crítico/ transformador), hay que afirmar la inviabilidad de poderse ir más allá de la propia experiencia, o lo que es igual, en el pensamiento ya sólo cabe testimoniar la verdad esencial del tiempo que acontece sin otro objeto que su posible esclarecimiento. Ello, que no obstante, contribuye a proporcionar inteligibilidad al propio presente histórico, es a lo único a lo que se puede aspirar, pues no hay modo de interpretar, valorar o intervenir de un modo estrictamente racional en el mundo en el que nos hallamos.
Pensar sólo sería así expresar lo esencial del momento histórico que acontece en miras a su limpia comprensión, independientemente de que lo afirmemos o lo combatamos por cualquier razón. A ello fue a lo que Heidegger se refirió como pensar esencial, ese que únicamente presta significación a lo que acontece y que, sin embargo, atraviesa a la muchedumbre de sus partidarios y adversarios, sin que ninguno pueda hacer nada4. Lo dicho significa que el pensamiento, en nuestro momento histórico, ha perdido su capacidad de tutelaje y de legitimación cultural, tarea que hasta no hace mucho había venido desempeñando5. Hoy sólo se puede ya decir (o expresar) el mundo en el que estamos, y no interpretarlo ni desde luego rediseñarlo en miras a su corrección, y ello debido a dos razones fundamentales:

3 La filosofía concebida como método (al modo de la fenomenología, el análisis del lenguaje o el estructuralismo) no dejan tampoco de constituir, en último término, un enfoque interpretativo de sus respectivos objetos de análisis.
4 Martin Heidegger. Conferencias y artículos. Edición citada. Cap. IV: “¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?”, pág. 96.
5 Emil M. Cioran, de otro modo y con otro tono muy distinto, igualmente lo ha afirmado: el Universo no se discute, se expresa. Y la filosofía no lo expresa. (En Breviario de podredumbre, edit. Taurus, 2ª edic., Madrid, 1977. Pág. 65).


Una primera es que nos encontramos, guste o no esto, en medio de un tiempo profundamente escéptico: todo enfoque, sobre cualquier cuestión, no deja de ser hoy más que un trivial punto de vista. No comprendemos así ni a Dios, ni al Universo, ni al hombre; tampoco sabemos qué es la verdad, el bien, la justicia o la belleza. Fue Emil M. Cioran quien escribió que sólo tiene convicciones quien no ha profundizado en nada, y más de dos mil quinientos años de tradición filosófica, sólo nos ha llevado a entender esto, que frente a la aplastante presencia de la realidad no cabe mucho más que la pasiva contemplación ante los interrogantesque ésta plantea.
Una segunda razón (a añadir) por la que no cabe entender el pensar más que
como expresión de lo que acontece, es que el mundo actual aparece históricamente
como insuperable, y, en consecuencia, en el que no parece posible la intervención
del hombre (desde su actuación racional) para su posible corrección: es la tesis del
fin de la Historia de Francis Fukuyama, o su indicación de que caminamos hacia la
planetarización del capitalismo-democrático, así como también de la Teoría
Sistémica del Mundo, desarrollada por el funcionalismo-estructural de Talcott
Parsons y por Niklas Luhmann, (la Escuela de Frankfurt igualmente sostuvo la inviabilidad de que el denominado Mundo Libre pudiese, a través del sistema democrático-liberal, introducir cambios cualitativos en pro de la creación de un nuevo modo de vida más esperanzador y humano).

2. Francis Fukuyama (pensador norteamericano de origen nipón nacido en
Chicago en 1952, y Director Adjunto de la Oficina de Planificación Política a Largo
Plazo del Departamento de Estado Norteamericano durante los años en que James
Baker fue Secretario de Estado), fue quien pronosticó, tras el derrumbamiento del comunismo en 1989, el fin de las alternativas al liberalismo económico y político.
Esta tesis, conocida como la del fin de la historia6, destaca que el mundo se adentra hacia un tiempo presidido por la expansión del capitalismo-democrático, en tanto que sólo este sistema goza de verdadera significación universal. Así lo indican no sólo la ausencia de alternativas reales a este modelo político y económico y la caída de las ideologías, sino también sucesos como la globalización del mercado, la universalización cultural dictada por las tecnologías de la comunicación, que se haya asumido la decisión democrática como único principio de legitimidad (seguramente por constituir las democracias existentes el modelo más funcional para una economía de mercado), además de la decidida voluntad de gran parte del mundo no desarrollado por adoptar el pragmatismo económico occidental como único medio para salir de su atraso histórico. La mismas Naciones Unidas (en tanto que el significado último de la Declaración Universal de los Derechos Humanos parece no ser otro que la protección y globalización de los principios del actual orden democrático-capitalista en el mundo) respaldan este camino emprendido. No ha habido en la historia, afirma Fukuyama, sistema económico más eficaz, o que más riqueza produzca y mejor la distribuya, que el liberal. Sostiene así que las actuales formas de autoritarismos, nacionalismos y comunismos de mercado (como el chino), además de los Estados islámicos, irán asumiendo, con el tiempo, la práctica política y económica liberal, por lo que el mundo tenderá, a la larga, a una progresiva occidentalización, con la consecuente extensión de las libertades y del consumo y la aparición de un sistema internacional cada vez más estable, o al menos sin conflictos militares generalizados (como son ya hoy impensables entre las naciones del mundo desarrollado).
La perspectiva de Fukuyama augura así el principio de un tiempo relativamente armonioso, el final de todo conflicto importante en la política global, y en el que las naciones centrarán su esfuerzo principalmente en el mantenimiento y desarrollo de la actividad económica para la satisfacción de cuantas necesidades se presenten, o lo que es igual, en la resolución de interminables problemas técnicos y económicos bajo el primado de las llamadas libertades. También, al final de la Historia, o resueltas todas las contradicciones que habían venido en el pasado provocando cambios históricos cualitativos, desaparecerán la filosofía y el arte, al no tener ya sentido su función antagonista, la de idealizar o censurar el propio presente social e histórico7.
Con esta visión de paralización histórica coincide igualmente la imagen del mundo como sistema autorregulado que tiende a su automantenimiento, la que ha sido pensada por el funcionalismo-estructural de Talcott Parsons y, particularmente, por la Teoría Sistémica de Niklas Luhmann. Reproduzco aquí un extenso párrafo, de la obra de Antonio Campillo, Adiós al progreso, en la que se recoge y expresa a la perfección esta imagen del mundo: por todos los medios posibles, de manera explícita o implícita, se nos trata de hacer creer que la actual sociedad planetaria es un gran sistema autorregulado, un sistema cuya ley es la ley del máximo rendimiento al mínimo coste, es decir, la ley de la pura instrumentalidad del saber y de la pura funcionalidad del poder, ya que el único fin del sistema es autoperpetuarse mediante la optimización de su rendimiento, de su eficacia, y por tanto de su racionalidad. La evaluación de todo problema, sea político o científico, ha de hacerse refiriéndolo al conjunto del sistema, para averiguar si una determinada solución es funcional o disfuncional respecto al mismo. Y no sólo esto, sino que la vida de los hombres y la satisfacción de sus necesidades materiales y culturales dependen de la supervivencia y del buen funcionamiento del sistema. Claro está que para que tales necesidades puedan ser satisfechas han de ser previstas, orientadas e incluso producidas por el sistema en función de su propia lógica de autoperpetuación. El sistema, en fin, es (o debe ser) lo suficientemente flexible y dinámico como para que las demandas e innovaciones imprevistas de sus usuarios puedan ser satisfechas y asimiladas en el menor lapso de tiempo y al menor coste; las reivindicaciones y contestaciones sociales, lejos de ser perjudiciales para el sistema, lo obligan a ser más eficiente, más racional, más abierto al imprevisible azar de la variación, y con ello contribuyen a hacerlo más previsor, y por tanto más fuerte, más perdurable8. La estabilidad del sistema radica, en último término, en la operatividad de su poder, que es omnipresente e invisible, omnisciente y anónimo, único y polimorfo, un poder impersonal que lo atraviesa todo y lo organiza todo, y en contra del cual es imposible luchar porque nadie lo posee ni representa. Esto equivale a entender la globalización (o el proceso de integración mundial en el que avanzamos) de un modo determinista, como un mundo que no acepta otras órdenes que las que lo optimizan en su misma dinámica y lógica, o lo que es igual, el que se halla presidido y dominado por fuerzas y estructuras impersonales e independientes de la voluntad humana (principalmente económicas y políticas) que impedirían al hombre ejercer su influencia sobre
el desarrollo y futuro del mundo9.
Los principios ideológicos y el contexto histórico en el que este Sistema
Autorregulado se despliega y actúa, siempre tendente a su mayor optimización, son
8 Antonio Campillo. Adiós al progreso. Editorial Anagrama. Segunda edición. Barcelona. 1995. Págs.
105-106.
9 No parece correcto que esta Teoría Sistémica del mundo no sea más que pura ideología. Jürgen
Habermas, quien la ha rechazado en tal sentido, ha defendido que frente a la hegemonía abstracta
de la lógica instrumental que administra el mundo, sería posible un consenso democrático-substantivo universal a través del diálogo (racional) que defendiera los intereses globales de la humanidad, sin querer aceptar que dicho diálogo, o bien no es deseable para muchos de sus protagonistas, o ni tan siquiera posible, pues no se puede poner entre paréntesis la fragmentación del planeta en múltiples áreas de poder, como Estados-nacionales, organismos internacionales, empresas multinacionales, instituciones paragubernamentales, tratados económicos, alianzas militares, minorías religiosas y étnicas, etcétera. Esta alternativa de Habermas para la aparición de un mundo nuevo parece cargada de optimismo en una democracia que hoy por hoy resulta impensable.
los del liberalismo económico y político vigentes hoy en el mundo desarrollado. En
este sentido, y a pesar de todos los acontecimientos sucedidos desde 1989 hasta la
actualidad (fecha en la que Fukuyama formuló por primera vez su finalismo histórico),
y pensemos incluso en los acontecimientos más importantes ocurridos, quizás
los atentados sobre la Torres Gemelas de Nueva York en Septiembre de 2001, o la
misma crisis financiera mundial iniciada a finales de 2008 y prolongada durante el
bienio siguiente, no parecen cambiar en lo esencial la validez del pronóstico de
Fukuyama, tesis que entiendo que expresa la verdad política y económica de nuestro
tiempo, (el mismo Fukuyama se hacía eco de que se producirían retrocesos en
esta larga marcha del planeta hacia la universalización de la libertad, y que desde
luego no sería un camino exento de dificultades y conflictos). Pero a pesar de todo ello, hay que decir que no existen ya alternativas a la libertad, pues está puesto en
marcha un proceso histórico sin horizonte de solución, que quizás no constituya
una óptima materialización del orden moral deseable, y que ni tan siquiera pueda
enfrentar, a la larga, el problema del progresivo deterioro medio-ambiental, pero que
ante el cual no existe modelo que proporcione, hoy por hoy, mejores resultados.
Conviene reparar en que la anticipación histórica de Fukuyama no es sin embargo
tan esperanzadora como a primera vista pudiese parecer, pues no profundiza lo suficiente
en las dos más graves amenazas que tiene hoy planteadas el mundo, las debidas
a las propias contradicciones del liberalismo, como son la sangrante desigualdad que
provoca su propio dinamismo económico (y que Fukuyama salva afirmando que no
existen milagros económicos, y que el subdesarrollo no es tanto la consecuencia del
desarrollo como una etapa necesaria a atravesar para alcanzarse la prosperidad, sin
entrar en las posibles confrontaciones que ello pudiese ocasionar), como el otro peligro,
que no es otro que el deterioro medio-ambiental, una vez que está ampliamente
asumido que la economía mundial sólo puede sostenerse en base a un incremento progresivo
de la producción, lo que parece insostenible a la larga por quebrantar gravemente
el medio físico. Ante la lógica de una demanda necesariamente creciente, que
es lo que en verdad significa la noción de progreso, solo cabe decir que ello no deja de
ocultar una falta de elección, y es que no se dispone de una alternativa mejor de desarrollo, aunque sepamos que el ambiente no admite la extensión a todo el planeta de
los actuales niveles de producción y consumo del primer mundo: el proceso de deterioro
de la biosfera sería así una cuestión sin horizonte de solución.
No parece, por lo dicho, que existan excesivos motivos para el optimismo histórico
y sí para la incertidumbre, y en tal sentido, es irresponsable continuar dejándonos
seducir por la ilusión de que el sentido del tiempo sea el progreso, aunque este continuo
incremento de la producción y del consumo no tenga alternativa efectiva alguna.
Es ello lo que plantea justamente la amenaza del posible final del hombre sobre el planeta, algo que cuestiona con rotundidad la actual administración política del mundo
bajo la égida de las libertades. La verdad de nuestro tiempo cabe así verla resumida en
la indicación heideggeriana de que sólo ya un Dios puede salvarnos. Estas dos prospectivas,
ancladas en nuestro propio presente histórico (tanto la Teoría Sistémica de
Luhmann como la finalística de Fukuyama) no auguran así un mundo presidido por
un espíritu ético que impulsara el porvenir (la globalización) hacia metas de racionalidad,
participación, solidaridad y humanización de la vida en general.
3. Tampoco las distintas prospectivas relativas a la estabilidad del sistema internacional
destacadas a finales de siglo XX y principios del XXI, anticipan un mundo
seguro desde el punto de vista militar10. Más bien todo lo contrario, subrayan un
futuro cargado de incertidumbres o hasta verdaderamente apocalíptico, no presentando
ninguna de ellas una alternativa clara y viable de desarrollo histórico que
pueda hacer pensar en la superación de la actual situación de riesgos potenciales por
la que el mundo atraviesa. En verdad, no hay prospectivas ciertamente esperanzadoras
sobre el futuro de la historia.
Dejando de lado, por resultar quizás un tanto inverosímil, la imagen de Z.
Brzezinski, la de un mundo caótico debido a la quiebra de la autoridad de los
gobiernos y la desintegración de los Estados, con la extensión de territorios presididos
por la anarquía, con la intensificación de los conflictos étnicos y religiosos, la
extensión de mafias criminales, uso de armamento de destrucción masiva, etcétera,
nos encontramos con otro modelo, que ofrece una imagen bipartita del mundo y
que ha sido defendido, entre otros, por los teóricos de las relaciones internacionales
D. Singer y A. Wildavsky. Este modelo presenta un planeta dividido, y sin visos de
solución, en un área rica y otra pobre, o de paz y de desorden, en el fondo, en
Occidente y Japón (en torno a un 15% de la población mundial) y el resto del
mundo. Esta imagen se corresponde en cierta medida con la realidad, aunque ésta
sea más compleja, adelantando este escenario continuos conflictos, ya entre las
naciones del mundo no desarrollado, que sufren pobreza y desigualdades, ya entre
éstas y las restantes (quizás a través del terrorismo internacional como estrategia de
enfrentamiento). Bajo este modelo se perpetúan las guerras, los genocidios, la proliferación
y el tráfico de armamento (incluido el de destrucción masiva), etcétera,
además de condenarse a más de un 50% de la población mundial a seguir padeciendo
una difícil situación dado su bajo nivel de desarrollo.

10 Los distintos modelos de análisis del orden internacional se encuentran magníficamente recogidos
y tratados en la obra de S. P. Huntington, El choque de civilizaciones. Edit. Paidós, Barcelona, 2005.
Véase primera parte, “Un mundo de Civilizaciones”, págs. 25-46.

Peores perspectivas vaticina aún, y parece ser un enfoque más realista que el anterior,
el modelo estatista defendido por N. W. Kenneth, que basado en la existencia
de aproximadamente ciento ochenta y cuatro Estados nacionales, los que configuran
hoy las Naciones Unidas, pronostica que éstos continuarán regulando sus relaciones
según la teoría clásica de las relaciones internacionales (realpolitik), tendiendo
todos estos Estados a maximizar su poder en tanto que todos persiguen asegurar
su seguridad e influencia (los Estados sostienen Ejércitos, dirigen la diplomacia,
negocian tratados, emprenden guerras, controlan los organismos internacionales y
configuran, en gran medida, la producción y el comercio internacional). El horizonte
que se vislumbra aquí, es el de una inestabilidad creciente, en tanto que todos
ellos únicamente persiguen sus propios intereses (a veces alineándose con otros), lo
que provocará una aceleración sin término de la carrera armamentística y sin duda
en el futuro conflictos militares. Hoy disponen de modo declarado de armamento
nuclear los Estados Unidos, China, Gran Bretaña, Francia, India y Pakistán, y tras
la desintegración de la URSS, Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Kazajstán, siendo sospechosos
de poseerlo Israel, Corea del Norte, Irán y Arabia Saudita; de armamento
químico y bacteriológico disponen muchos más Estados, resultando preocupante
que puedan acceder a este tipo de armamento grupos terroristas.
La prospectiva histórica que sin embargo más ha trascendido a la opinión pública,
junto a la del fin de la Historia de F. Fukuyama, es la de Samuel P. Huntington
(1927-2008) y El choque de civilizaciones11. Miembro del Consejo de Seguridad
Nacional de la Casa Blanca, Huntington ha defendido que los actores políticos del
siglo XXI serán las civilizaciones y no los Estados-nacionales, articulando una teoría
cuya tesis central es que la política global es, por primera vez en la historia, multipolar
y multicivilizacional, por lo que las distintas civilizaciones (fundamentalmente
la occidental, la musulmana, la china y la hindú, agrupadas en torno a sus Estados
dirigentes, pues la ortodoxa y la africana no se hayan todavía verdaderamente configuradas),
pueden, a corto o medio plazo, colisionar. Huntington defiende que nos
encontramos en un mundo inmerso en procesos de integración bajo distinciones
culturales, pues la modernización no está produciendo una civilización universal.
Destaca incluso la inviabilidad de tal meta, pues occidente no conquistó el mundo por
la superioridad de sus ideas, valores o religión, sino por la superioridad en aplicar la violencia organizada. Los occidentales suelen olvidarse de este hecho, los no-occidentales
nunca lo olvidan12. Los conflictos futuros serán así, subraya Huntington, de índole
cultural, estando marcados por la rebelión contra occidente. Además, mientras esta civilización va perdiendo influencia, las otras aumentan su fuerza económica y militar,
lo que convierte la posibilidad de un choque de civilizaciones en una cuestión
capital en el futuro. El universalismo occidental (los Derechos Humanos significan
una apuesta en gran medida etnocéntrica por la expansión del capitalismo-democrático),
puede conducir a un conflicto de dimensiones desconocidas tanto con el
proselitismo musulmán, que sufre una importante explosión demográfica, como
frente a la autoafirmación china y de otros Estados que siguen su estela. Huntington
concluye que la supervivencia de occidente dependerá de que éste acepte como no
universal su civilización, así como de que los Estados Unidos y Europa se entiendan
del mismo lado frente a las restantes civilizaciones. Concluye Huntington que la
amenaza está planteada, y que en la época que está surgiendo, los choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la protección más segura contra la guerra mundial13.


4. En la actualidad, no parece ni que haya alternativas viables al pragmatismo
economicista, ni que se pueda reconducir el mundo hacia metas de hondo calado
humano, ya que se presenta como un sistema autorregulado ajeno a la voluntad
humana. La progresiva interrelación entre naciones y economías (globalidad) no
tiene posible reversión, y esto es, en verdad, lo que refiere el significado del fin de la
Historia, la imposibilidad de alejarnos del desarrollo histórico en su sentido de creciente
modernización. Así las cosas, e independientemente de que el mundo pueda
transitar a corto o medio plazo por unas u otras de las prospectivas antes reseñadas
(todas, por otra parte, coincidentes en señalar un futuro cargado de nubarrones) lo
que hoy se advierte es lo equivocado de aquella tesis kantiana, de que el progreso
histórico no era tanto un supuesto como un hecho, y que debía además de conducir
a la paz perpetua, pues lo que en este momento está en cuestionamiento es la propia
supervivencia del hombre como consecuencia de dicho proceso de modernización.
Incluso el anhelo humanista de antaño, que inspiraba la vida y el desarrollo de
las sociedades, no nos parece ahora más que el sueño de ingenuos poetas.
Vemos así como en estos albores del siglo XXI, únicamente ahondamos, y parece
que de un modo irreflexivo e irresponsable, en las graves contradicciones de la
centuria anterior. No se ha abierto un camino histórico nuevo, y la praxis política y
económica, tampoco ha materializado la dulcificación de la experiencia humana que
prometía, incluso todo lo contrario, ha provocado más horror del imaginable y mostrado
un futuro oscuro tanto desde el punto de vista medio-ambiental (calentamiento
del planeta, emisión de radioactividad al ambiente...), como desde el de la estabilidad militar del sistema internacional (las guerras se han mostrado fructíferas, amén de lucrativas, para las economías vencedoras implicadas), además de no haberse erradicado el subdesarrollo y lacras como el hambre, las pandemias, la miseria o el analfabetismo. Este tiempo nuestro, más bien, nos está llevando a comprender que el mundo, bajo la hegemonía de las libertades, continuará escindido en áreas de riqueza y de pobreza, y que quizás sólo aboque a su devastación, como si estuviese dominado por un fuerte instinto de muerte que no se pudiera eludir. Esto es lo que hoy presentimos, la imposibilidad de mirar esperanzadamente hacia adelante. Por ello resulta difícil la estimación, e incluso la conformidad, con la actual administración político-económica del mundo, pues mires a donde mires, percibes que todo está profundamente mal y sin fácil solución. El humanismo, en este sentido, declina. 
[Tampoco resta ya lugar para la esperanza en las convicciones de antaño, porque
la modernización no admite marcha atrás, aunque a uno la nostalgia aún le lleve a
pensar que si no se hubiese destruido aquel pasado del modo como se ha hecho, quizás
la conciencia religiosa y la verdad de la tradición hubieran de por sí podido
seguir marcando un camino más halagüeño y feliz para el hombre].
De lo dicho se desprende que no cabe optimismo alguno, y que todo discurso
que se pronuncie en términos de esperanza (en defensa de metas alternativas a las
libertades), parece estar fuera de lugar, no mereciendo otra consideración que el de
pura ideología, perspectiva falsificadora de la realidad acorde a espurios intereses que
minan el lógico escepticismo que provoca el tiempo en el que nos hallamos. Por ello,
y como hemos señalado, si pensar no resuelve ya nada, desde la filosofía sólo cabe
percibir las insuficiencias que se sufren y denunciar la situación en la que se ha
caído, pero no promover medidas o señalar resquicios para un mundo que no parece
tener solución. El pensar no puede ser así hoy algo otro que mera expresión del
presente: dejar constancia de esta trágica conciencia que brota de nuestro tiempo.
Sin embargo, reparemos también, que constatar lo que hoy acontece, dado el carácter
ignominioso de este tiempo, se presenta como tarea crítica, y en consecuencia,
que se tiende a silenciar y hasta ocultar (incluso lo obvio está desaparecido hoy de
los lugares comunes, por lo que no parece desacertado reiterarlo). No está de más
por ello volver a proyectar cierta luz sobre la realidad actual, tal como ésta se encuentra,
por recusable que ello sea, y escapar así al cerco de lo ideológico, y de lo políticamente
correcto, máxime cuando la industria cultural y la simulación mediática del
mundo que ejercen los poderes, no constatan tal presente y más bien lo falsifican
sistemáticamente y por doquier.
Desde el pensamiento cabe así registrar (intempestivamente) todo un cúmulo de
observaciones y circunstancias que describen este lado horrible y contradictorio del
mundo que actualmente acontece, ese del que Guido Ceronetti subrayó, que a pesar del enorme desarrollo tecnológico y económico alcanzado, y de todas las conquistas
sociales y culturales logradas, en él sólo vemos cómo la inteligencia se aleja a pasos agigantados
del corazón14. Asistimos así impotentes a esa inicua y totalitaria aculturización
que los poderes operantes llevan a cabo hoy, a la vez que se procede a una total
relativización y economización de la existencia, que de facto supone un menosprecio
y una constante violación de la dignidad de la vida humana (y en particular, cuando
ésta es débil y marginada). Todo ello es, en último término, el resultado de confiar el
desarrollo a la lógica del Capital/Estado, y así, y aún cuando crezca la riqueza mundial
en términos absolutos, vemos como perviven en el planeta todo tipo de lacras (pobreza,
hambrunas, escasez de agua potable, guerras, alta mortalidad infantil, epidemias,
etcétera). La historia parece encontrarse gobernada exclusivamente por juegos de fuerzas
ajenos al corazón de los hombres (intereses económicos, políticos, geoestratégicos
y de seguridad, de producción y mercado, etcétera), y en donde de lo único de que se
trata ya es de sobrevivir. Bajo la conciencia de que no disponemos de solución alguna,
y de que no es posible orientarnos hacia la reafirmación de los valores humanistas de
antaño, (porque el mundo nos resulta irremediable y los poderes en él mismo no dejan
de poner en marcha continuas estrategias de compensación en pro de su misma estabilidad),
hemos aceptado el fin de la unidad moral soñada y nos hemos dirigido hacia
la exaltación del yo y del presente, y con ello admitido incluso el subsistir al precio de
tener que administrar la vida y la muerte desde criterios economicistas, con lo que nos
hemos adentrado en un tiempo profundamente in-humano15.
Así las cosas, y bajo este orden pragmático y liberal en el que nos hallamos, el retroceso
del humanismo ha pasado a ser el acontecimiento más esencial de nuestro tiempo.
Occidente ha desembocado (seguramente como consecuencia del mismo proceso de
modernización) en una conciencia profundamente nihilista: sentimos como nunca antes,
que nada en verdad sirve para nada y que la muerte y la descomposición lo presiden todo,
y así, que sólo transitamos de una nada sida a una nada por ser, convicción ésta no cuestionable y que plantea a las claras la manifiesta ausencia de sentido de todo cuanto es16.

14 Guido Ceronetti. El silencio del cuerpo. Editorial Versal. 1ª edic. Barcelona. 1986.
15 Ningún gobierno ni nación, por ejemplo, parece ya seguir las recomendaciones del Vaticano, por
mucho que entendamos que éstas sean una razonable defensa del humanismo (o de la comunión
entre todos los hombres para un crecimiento común).
16 Cabe entender la modernización como el proceso socio-económico de industrialización y tecnificación
siempre creciente, asociado, entre otros elementos, a una economía de libre mercado, a una política
democrática y a un incremento progresivo de la producción y del consumo, a la secularización cultural
y consecuente pérdida de los valores morales y espirituales procedentes de la tradición. En este sentido,
la modernización acaba siempre por socavar la religiosidad de un grupo humano.

Por ello, en este tiempo post-metafísico (o post-moderno), no hallamos respuesta a si Dios
ha estado (o no) al principio del orden cósmico y es su fundamento (in principio erat verbum), pues sólo percibimos que habitamos un planeta perdido en la eternidad del tiempo y del espacio, y en el que lo humano sólo es una realidad baladí e inane. El hombre,
como la misma vida, sólo puede entenderse ya, como destacó M. F. Bichart, no de otro
modo que como un conjunto de estructuras orgánicas que simplemente se resisten a su
descomposición. No es ninguna otra cosa, y su proyección histórica, sólo es esa resistencia
inútil a aceptar su ausencia de finalidad, lo que justifica, como señaló Nietzsche, que
el sentido del tiempo no se quiera percibir de otro que como un creciente acúmulo de
fuerzas cada vez más poderosas y sin sentido alguno.
Dicho nihilismo, del que hay necesariamente que huir como estrategia para positivizar
nuestra praxis (sea en respuestas como la social, la política, la ética o la religiosa,
incluso la estética), se expresa en esa profunda y radical desesperanza en lo que significa
existir: lo único que puede esperarse es que al hombre, sea a nivel de especie, de grupos
o de individuos, desaparezca en la nada y en el olvido, siendo todo lo demás manifiesta
voluntad de autoengaño. Este es el trágico sino de nuestro tiempo, y del que se
deriva, en su efecto práctico, una total banalización de la vida. El hecho de haberse dejado
de considerar al hombre como un valor en sí mismo, y como principio esencial que
respetar, en lógica con esa progresiva comprensión de la nihilidad de todo cuanto es
(conciencia que, por otra parte, es posible rastrear en la historia del pensamiento occidental
desde Platón a Nietzsche), sólo nos puede abocar, como hemos dicho, a un
mundo in-humano, pues como Heidegger lo expresó, todo humanismo, o bien se funda
en una metafísica, o bien se hace a sí mismo fundamento de una metafísica. ( ) Por eso lo
propio de la metafísica17 se muestra en que es humanista. De acuerdo con ello, todo humanismo
es metafísica. Y esto, que no sólo es correcto en su sentido más formal, también
refiere todo lo que de presuposición ha soportado el reconocimiento de dignidad de la
que se había conferido al homo, pues sólo es en una metafísica (en último término, en
una idea de Dios), en donde el hombre encuentra y puede establecer su dignidad18. Por
ello, sin tal afirmación de Dios, el mundo sólo se deshumaniza, y esto es lo que está
17 Martin Heidegger. Carta sobre el humanismo. Edit. Taurus, 3ª edic. en español. Madrid. 1970.
Versión española de R. Gutiérrez Giradot. Págs. 16-17.
18 Cabe pensar que lo que confiere credibilidad a una metafísica, es el espíritu de la época, y si en éste
concurre, de modo públicamente aceptado y sin hallar cuestionamientos, una fe religiosa institucionalizada
y fuerte, tal circunstancia justifica y concede sentido a tal metafísica, que de lo contrario,
no alcanzaría la misma proyección persuasiva. Una metafísica sólo se encuentra así confirmada,
si brota del mismo espíritu de la época, el que la legitima y valida, tornándola un apéndice
(racionalista) de tal sentir epocal.

ocurriendo hoy. Por eso el cristianismo había sido una magnífica farsa y su desaparición
no augura nada favorable ni ventajoso para el hombre.
5. El humanismo, en tanto que preocupación del hombre por el cuidado del propio
hombre, prorrumpió en Grecia. Fue en torno al siglo VII-VI antes de Cristo, al
aparecer el logos, cuando se abre la posibilidad de instaurarse un nuevo fundamento
cultural. Desde entonces, podemos decir, no se ha dejado de avanzar en favor de
una creciente positivización del tiempo, y ello bajo la consideración general, primero,
de asegurar la continuidad de la existencia humana y, después, de liberar toda su
potencialidad y capacidad de impulso para un perfeccionamiento continuado en el
desarrollo histórico. El anhelo humanista no deja desde entonces de afianzarse, lo
que resulta de irse históricamente articulando (y ampliando) dicho sentido de cuidado
del hombre por sí mismo.
Fue no obstante, con el Cristianismo, al adquirir el hombre un nuevo y privilegiado
status en su misma consideración, cuando recibe el humanismo un impulso
decisivo. Si en el mundo pagano el hombre sólo era transitoriedad (o vida sin promesa
eterna de futuro, pues lo único permanente era lo extraño a él, ese fondo material
indeterminado del que todo emergía y al que todo retornaba), con esa nueva
esperanza que supuso la fe cristiana, y al negar radicalmente el carácter inane del
hombre, se comenzó justamente a imponer una conciencia que tendía a considerar
a éste como realidad suprema de la creación. Se reforzaba con ello la idea de dignidad
de la vida humana y se buscaba un sentido para ella, que iba desde la idea de
redención del alma, hasta ya en la modernidad, de desarrollo de la razón en favor de
un decidido progreso social, histórico y cultural, junto a la idea de despliegue de las
fuerzas creadoras del hombre y modulación de su conducta moral y cultivo de su
personalidad (amén de como acoplamiento parcial de estos distintos modos de concebirse
el significado de lo humano).
No fue hasta finales del siglo veinte cuando dicho anhelo de un mundo más
humano comenzó a percibirse a las claras como una aspiración de realización inviable
y hasta contrario a la misma condición humana. Esta trágica manera de percibirse
el sentido del hombre sobre la tierra (o su sinsentido) ha sido, ante todo, el
resultado de una sensibilidad que se ha hecho eco de la nihilidad de todo cuanto
existe y, en tal sentido, de la propia realidad humana (de ahí que se haya calificado
a dicha conciencia de post-metafísica y/o post-moderna), lo que ha ido llevando a
que la construcción de la vida social se esté materializando bajo una impronta relativista
y atea que no deja lugar alguno a la esperanza. Es justamente este momento
al que asistimos, quizás como resultado último del propio proceso de modernización,
en el que se pone de manifiesto un claro declinar del humanismo.

Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando se comenzó claramente a cuestionar
la imagen judeo-cristiana del hombre: Darwin y las teorías evolucionistas
(viéndolo proceder de formas más simples de vida), Marx (al subrayar que el interés
de clase determinaba su conciencia social), Nietzsche (al destacar que la voluntad
de poder es la clave de su fuerza creadora), o Freud (al defender que el hombre
no sólo era vida consciente), extendieron la sospecha sobre lo humano y plantearon
el final de la noción de hombre en tanto que sujeto trascendente, racional y portador
de un concepto, sino absoluto, al menos sí coherente y desinteresado, de lo ético
(del bien y del mal). Ahora, en cambio, se comenzaba a entender que sólo nos
encontrábamos en un planeta que gira en torno a un astro que se halla a la deriva
en medio de miles de millones de billones de estrellas en un Universo que simplemente
se expande, lo que llevaba a entender que la esencial verdad del hombre (desmitificado
ya por completo y sin aquel distintivo espiritual de religación a Dios en
tanto que Hijo suyo), no es otra que la de ser un animal emergido de la materia
inorgánica cuyo único destino no es otro que la descomposición (como el de cualquier
otro organismo, orden o modo de vida). Nos descubrimos así, como destacó
Nietzsche, no de otra forma que como un fugaz e insólito instante de luz en el eterno
devenir del caos.
Este desolador panorama metafísico no ha dejado de tener su impronta en la
historia. Si el hombre no es ninguna otra cosa que un mero complejo orgánico
que sólo transita de una nada sida a otra futura, su vida no puede dejar de ser
comprendida de otro modo que como mera lucha por la subsistencia (y su capacidad
tecnológica como su instrumento clave). De hecho, esta conciencia nos ha
llevado a que no sea tanto hoy el anhelo humanista como la simple supervivencia
lo que nos preocupe, y aunque no podamos negar que se ha producido un
efectivo avance para una buena parte de la humanidad (reparemos que no para
toda ella), no parece ya verosímil la hipótesis de una noción de progreso entendida
como progreso moral del hombre (o como perfeccionamiento colectivo en
tanto que triunfo de la ética, de la racionalidad y de la libertad en el desarrollo
de su historia). Sólo hace falta ver la fatalidad en la que vive gran parte de la
población mundial, o recordar los más que lamentables ejemplos de desprecio a
la vida y a la dignidad del hombre que supusieron el Gulag soviético, Hiroshima
o Auschwitz, amén de otras atrocidades que han continuado produciéndose
desde entonces en otros muchos conflictos bélicos habidos (y que hoy también
advertimos en el avance de la amenaza terrorista).
Podemos decir que el siglo XX nos ha mostrado que el hombre no es el sujeto
racional que la Ilustración, y con ella prácticamente toda la tradición filosófica occidental,
habían venido hasta entonces sosteniendo. Percibimos que es el nihilismo, o esa conciencia de la que tanto se ha destacado que ha actuado como condición de posibilidad de la barbarie del siglo XX, la misma que actualmente se expande por el mundo occidental. Observamos así una total relativización de la vida como consecuencia
de su absoluta economización, que atenta no sólo contra la dignidad humana,
sino que incluso compromete la misma continuidad de la vida sobre el planeta
por esa peligrosa aceleración del ritmo de producción y consumo al que asistimos
como única estrategia de afirmarnos en el desarrollo económico y en el bienestar
material del que disfrutamos. Se va anulando de este modo cualquier esperanza de
un mundo más humano y mejor, pues el denominado Mundo Libre no es sólo deficiente
desde la utopía, sino también desde los propios valores en que dice fundamentarse.
Llegamos así a sentir, que cualquier puesta en práctica de unos principios
(sean éticos, políticos o religiosos), son del todo incompatibles con la vida humana.
Esta es la fundamental contradicción de nuestro tiempo, en el que impera un vasto
desierto metafísico que puede posibilitar que la mayor aberración imaginable sea
incluso justificada.
Sin embargo, la adulterada imagen de la realidad, que se impone mediáticamente
por los intereses de los distintos poderes en activo, oculta el hecho de que está surgiendo
un mundo cada vez más in-humano, y ello simplemente porque el pragmatismo
económico-liberal avanza. Pensemos en que cualquier desarrollo en tecnología
se encuentra bajo el control excluyente de la lógica de la rentabilidad, o dicho de
otro modo, que todo aquello que técnicamente pueda ser realizado, se llevará a efecto
si es aconsejable desde dicho criterio económico19.
El pragmatismo económico-liberal que actualmente domina el mundo no es un
humanismo: es lo que es, el principio de construcción de la realidad social e histórica
que más prosperidad y bienestar material ha generado en un tercio de la población
mundial, y de ahí, y no por otra razón, que se promueva y pretenda su expansión
a otras áreas del planeta. Pero la búsqueda de la rentabilidad económica como
principio regulador de la existencia humana, no se comporta acorde a los ideales del
humanismo, y lo observamos en ámbitos tan diversos como la medicina y la salud
pública, la educación, el derecho, la política, la sexualidad, o hasta en la misma

19 Cabe así entender el actual presente desde el prisma finalístico destacado por F. Fukuyama, pero
bajo la interpretación heideggeriana del riesgo que plantea que la tecnociencia se encuentre sin
regulación bajo la lógica de la libertad, pues es la expansión de la producción y del mercado la responsable última del deterioro medio-ambiental. La conocida como entrevista póstuma de M.Heidegger, lleva de hecho por título, Sólo ya un Dios puede salvarnos, o lo que con ello se quiere indicar, que una vez que hemos superado históricamente el límite a partir del cual no es posible ni la recuperación de la fe cristiana, ni el surgimiento de una nueva religión, el hombre no puede esperar de él mismo salvación alguna.

emergencia de conflictos bélicos, quizás incluso ahora provocados por su rentabilidad
económica. Se puede pensar que hasta la misma Declaración Universal de los
Derechos Humanos se encuentra subordinada a tal criterio (es un instrumento en
favor de la expansión de las libertades económicas), por lo que es una contradicción
que se pretenda instituir como justificación última de la convivencia entre los hombres,
cuando en la práctica no es otra cosa que un modo más de legitimarse la inhumana
actividad del mercado. De hecho, esta Declaración protege un orden económico
excluyente e inmoral que es del todo incompatible con el espíritu humanista
que dice inspirarla. Así las cosas, cabe entender que si la modernidad ha fracasado,
y hasta se ha convertido en una dinámica perversa (fueron Horkheimer y Adorno
los que subrayaron que la Ilustración era totalitaria), es por no haberse podido materializar bajo una lógica distinta a la economicista.
De todos modos, cabe avistar que el humanismo siempre fue un principio contradictorio
con la propia condición humana, en particular, por esa aciaga voluntad de autoafirmación que domina en el hombre. En tal sentido parecemos acólitos del mal, y hasta tal extremo, que ni desde la conciencia de nuestra más radical temporalidad (de nuestra certera muerte) parece posible que emerja un sentido ético de la existencia (que nos mantuviese en el respeto a la vida y a la dignidad de todos los seres humanos). Es hoy, como hemos dicho, la mera supervivencia lo que nos mueve, precisamente porque nos sabemos sin redención posible y ante un futuro en el que sólo cabe esperar que se agudicen las contradicciones que sufrimos (por ser las propias libertades, y todos los elementos que propician el bienestar material del que disfrutamos, los mismos que provocan la progresiva devastación moral y física del planeta). Nos resulta hoy del todo equivocada aquella fe kantiana en la libertad como fundamento y camino de progreso, y es que presentimos, que aunque las libertades sean preferibles a cualquier otra forma de despotismo, y de hecho no tengan ya alternativa posible (hacia lo que avanza nuestro tiempo de modo irremediable es hacia la planetarización del capitalismo-democrático), el mundo, bajo la égida de las libertades, sólo se desliza hacia su suicidio. El hombre se nos presenta así sin un futuro cierto.
Escrito por: EMILIO L. MÉNDEZ MORENO



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