Hay conversaciones que se te clavan en el alma, que te remueven por dentro y te obligan a mirar tu propia vida con una lupa incómoda. Hace poco, una de esas charlas me dejó helado. Un conocido, una persona a la que siempre he visto moverse en la vorágine de lo "importante", de lo "urgente", de lo "productivo", me confesó que se sentía roto. Roto por la culpa. Roto por el dolor de la ausencia. Su hijo cumplía cinco años, y lo que debería haber sido una celebración se había convertido en un punzante inventario de momentos perdidos.
Me habló de los primeros pasos de su pequeño, de su primer día en el colegio con la mochila casi más grande que él, de la emoción de ver cómo se le caía su primer diente. Momentos que para cualquier padre o madre son "grabados a fuego" en la memoria. Y él, con la voz quebrada, se preguntó una y otra vez: "¿Dónde estuve yo en todo eso?". La respuesta le golpeaba como un martillo: trabajando. Siempre trabajando. Enganchado a un móvil que vibraba con la tiranía de los correos electrónicos, sumergido en proyectos que se autodenominaban "urgentes", postergando sin piedad cualquier atisbo de vida personal o familiar con la excusa de "tener cosas que hacer".
Cinco años. Un lustro que había visto pasar a través de las notificaciones de WhatsApp, de fotos borrosas enviadas por la madre o los abuelos. Cinco años en los que los momentos cruciales, esos instantes irrepetibles que dan forma a la infancia, se le habían escurrido entre los dedos "como arena". Cinco años viviendo en una constante carrera, persiguiendo una meta inasible, mientras la vida de verdad, la que transcurría en su hogar, en la sonrisa de su hijo, se desarrollaba sin él. Cinco años viviendo ocupado, en lugar de vivir presente.
Le pregunté por qué. Por qué se había sentido tan ausente. La lista que me dio era un inventario desolador de la vida moderna. Cenas familiares interrumpidas sin pudor por "llamadas importantes" que no podían esperar. Conversaciones a medias, con su mirada perdida en algún punto del techo, mientras su mente rumiaba problemas del trabajo. Fines de semana enteros devorados por la necesidad imperiosa de responder correos electrónicos que, en la balanza de la vida, pesaban infinitamente menos que un partido de fútbol en el parque o una excursión improvisada al campo.
Años enteros en "piloto automático". Años que se habían ido, se habían desvanecido en el aire, sin que él se diera cuenta, sin que los sintiera, sin que los viviera de verdad. Años que, ahora lo sabía, no podía recuperar. Y en su voz había una mezcla de resignación y un dolor tan profundo que apenas podía contenerlo.
El engaño del "ya habrá tiempo"
Esta historia, tristemente, no es una anécdota aislada. Es el reflejo de una enfermedad silenciosa que azota a nuestra sociedad: la "ilusión de la inmortalidad" y la "tiranía de la ocupación". Creemos que tenemos tiempo. Vivimos como si fuéramos eternos, como si nuestros padres fueran a estar siempre a nuestro lado, como si nuestros hijos no fueran a crecer, como si nosotros mismos no fuéramos a envejecer. Nos aferramos a la idea de que "ya habrá tiempo", "mañana lo hago", "el año que viene me pongo a ello". Y mientras tanto, la vida pasa.
Las semanas se suceden con una velocidad vertiginosa. Los meses se van, uno tras otro, difuminándose en el calendario. Los años se evaporan, dejando apenas un rastro borroso de lo que fueron. Y en esa carrera desenfrenada, las conversaciones importantes se quedan sin tener. Esos "te quiero" que anhelamos decir, o escuchar, se quedan "ahogados en la garganta". Esos abrazos largos, que curan el alma y reconfortan el espíritu, se quedan sin dar.
Recordaba las palabras de Marco Aurelio, el emperador filósofo, que en sus meditaciones nos susurraba una verdad eterna: "No es la muerte lo que debe preocuparte, sino no haber vivido nunca". Y el sabio Séneca, advirtiendo a su discípulo Lucilio con una claridad brutal: "La vida se nos va mientras la posponemos". Estas máximas, escritas hace milenios, cobran hoy una "vigencia aterradora". Las estamos posponiendo. Estamos postergando la vida misma, convenciéndonos de que hay algo más importante, más urgente, más necesario, que estar realmente aquí y ahora.
Pero la vida es ahora. Es en este instante. Es en la risa de un niño, en el abrazo de un ser querido, en la quietud de un atardecer, en la concentración de un trabajo bien hecho, en el sabor de una comida compartida. Es en la suma de esos pequeños momentos, de esas experiencias que, cuando se viven con conciencia, construyen una existencia plena.
La decisión de estar presente
En aquella llamada, mi amigo "tocó fondo". Y desde ese lugar de profunda desolación, tomó una decisión. Una decisión que, me atrevo a decir, es el primer paso hacia la redención. No iba a seguir viviendo en piloto automático. No iba a seguir perdiendo momentos importantes, irrecuperables, por estar "ocupado" en el vacío. Iba a empezar a vivir presente.
¿Qué significa eso? Para él, significó un cambio radical en sus hábitos. Dejó el móvil en otra habitación durante las cenas, creando un "espacio sagrado de conexión familiar". Empezó a planificar actividades semanales con su familia, convirtiendo el tiempo juntos en una "prioridad innegociable", en lugar de un "si sobra tiempo". Y, lo más importante, empezó a tener conversaciones profundas, a mirar a los ojos, a escuchar de verdad, a compartir sin prisas ni interrupciones.
Y lo que descubrió, me dijo, fue increíble. Cuando vives presente, la vida se vuelve más rica. Los colores son más vivos, los sabores más intensos, las sensaciones más profundas. Se vuelve más intensa, porque cada momento tiene un peso, una relevancia. Y se vuelve más auténtica, porque te conectas con tu verdadero yo, con tus verdaderos valores, con lo que realmente importa.
Esta transformación no se limitó solo a su esfera familiar. Se extendió a su trabajo, donde ahora aborda cada tarea con una atención renovada, con un enfoque que le permite ser más eficiente y creativo, porque no está disperso. Se extendió a cada pequeña cosa que hace, a cada día que vive. Porque cuando entiendes que el tiempo no es infinito, que cada momento que pierdes es un "tesoro que jamás volverá a tus manos", tu perspectiva cambia radicalmente.
Despertar del letargo
Y tú, que me lees, sé que también lo sientes. Esa "punzada incómoda en el estómago", esa sensación de que el tiempo se te escapa, de que hay cosas importantes que sigues posponiendo. Conversaciones vitales que dejas para "otro día". Objetivos personales que aparcas para "el año que viene". Sueños que duermen en un cajón, a la espera de un "momento perfecto que nunca llega".
Mientras tanto, las semanas pasan. Una tras otra. Sin vuelta atrás. Y, cuando quieres darte cuenta, han pasado años. Cinco años, diez, veinte, media vida. Y por el camino te has perdido cosas y momentos que jamás volverán. Te has perdido la oportunidad de ser plenamente tú, de vivir plenamente tu vida.
Nadie quiere llegar al "lecho de muerte" y mirar hacia atrás con el amargo sabor del arrepentimiento. Nadie quiere sentir que ha desperdiciado la única oportunidad que tenía para vivir, para amar, para reír, para llorar, para experimentar, para ser. Porque, al final, la vida no es la suma de los años que vivimos, sino la suma de los momentos que recordamos. Y para recordarlos, primero hay que vivirlos. Con consciencia, con presencia, con el corazón abierto y el móvil silenciado.
Es hora de despertar del piloto automático. Es hora de entender que el tiempo es nuestro bien más preciado, y que lo estamos malgastando en la ilusión de la ocupación. Es hora de dejar de postergar la vida. Es hora de vivir, de verdad.
¿Estás dispuesto a tomar la decisión de estar presente?
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