En esta ocasión me salgo de la línea habitual de mis artículos para pronunciarme como el miembro orgulloso de una hermandad gastronómica con aroma a amistad fraterna.
Hoy, la distancia geográfica, me ha jugado una mala pasada.
Me he perdido la cita. La comida. El reencuentro con mis... ¿cómo llamarlos?
¿Amigos? La palabra se queda corta. Hermanos. Sí, hermanos elegidos, forjados
no en la sangre, sino en el caldo burbujeante de una olla, en el crepitar de
una parrilla y en las sobremesas que se alargan hasta que las velas se
consumen. Hoy, una silla ha quedado vacía en nuestra mesa, una ausencia que,
aunque inevitable, me recuerda la profundidad del lazo que nos une desde hace
un cuarto de siglo.
Veinticinco años. Se dice pronto. Un suspiro en la historia,
quizás. Pero para nosotros, los miembros fundadores de esta peculiar
"fraternidad gastronómica", son un universo de vivencias compartidas,
un álbum de recuerdos sazonados con risas, confidencias y, por supuesto,
incontables manjares. ¿Quién nos iba a decir, allá por aquel entonces, cuando
unos jóvenes entusiastas con más hambre de amistad que de exquisiteces nos
conjuramos para crear este ritual culinario periódico, que estábamos sembrando
las semillas de una hermandad que resistiría el embate del tiempo?
Nuestra hermandad es mucho más que un club de aficionados a
la buena mesa. La gastronomía, en nuestro caso, ha sido el catalizador, la
excusa perfecta para construir algo mucho más profundo y significativo.
Alrededor de un plato humeante, de una copa de vino compartida, hemos tejido
una red de apoyo incondicional, de comprensión real, de lealtad a prueba de
bombas.
Hemos aprendido a conocernos en nuestras luces y nuestras
sombras, a celebrar los éxitos con la misma alegría y a ofrecer consuelo
sincero en los momentos de dificultad. Como bien sentenció el gran Aristóteles,
"la amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en
dos almas". Y es precisamente esa conexión profunda, esa resonancia a
nivel del alma, lo que define la esencia de nuestra hermandad.
Porque, seamos sinceros, la vida no siempre tiene el sabor
que esperamos. Hay días agrios, momentos amargos, incluso tragos realmente
difíciles de digerir. Y es precisamente en esos instantes cuando la figura del
hermano, del amigo que se siente como tal, se vuelve esencial. En nuestra
hermandad, hemos encontrado ese refugio seguro, ese hombro donde apoyarnos sin
necesidad de explicaciones, esa mirada cómplice que entiende lo que las
palabras no alcanzan a decir.
¿Y qué decir del humor? Cuántas carcajadas han resonado en
nuestras cenas con mandil, cuántas bromas internas se han convertido en parte
de nuestro código fraternal. Reír juntos, de nuestros errores, de las
peculiaridades de cada uno, de las anécdotas más absurdas, ha sido un pegamento
poderoso, un antídoto contra el estrés y la rutina diaria.
Pero la fraternidad que hemos cultivado durante estos 25
años va mucho más allá del disfrute de la comida y la bebida. Se asienta en
pilares fundamentales que hemos ido construyendo ladrillo a ladrillo,
experiencia a experiencia.
Saber que podemos ser vulnerables sin temor al juicio,
compartir nuestros secretos más íntimos con la certeza de que serán custodiados
con amor fraternal.
Estar ahí, sin dudarlo, en los momentos de alegría y, sobre
todo, en los de adversidad, ofreciendo una mano amiga, un consejo sincero o,
simplemente, nuestra presencia silenciosa.
Esa conexión que se desarrolla con el tiempo, esa capacidad
de entendernos con una mirada, un gesto, sin necesidad de largas explicaciones.
Aceptar y celebrar las diferencias de cada uno, entendiendo
que la riqueza de nuestra hermandad reside precisamente en la diversidad de
nuestras personalidades y perspectivas.
Ese compromiso implícito de estar ahí, pase lo que pase, de
defender a nuestros hermanos ante cualquier adversidad.
Hoy, al no poder compartir esa mesa, siento un vacío que me
recuerda la importancia de estos encuentros periódicos. No es solo la comida lo
que echo de menos, aunque seguramente habrá sido exquisita. Es la conversación
animada, las risas compartidas, las confidencias al calor de una copa. Es la
sensación de pertenencia a este pequeño universo fraternal que hemos creado con
tanto mimo.
Como dijo bellamente Antoine de Saint-Exupéry, "el lenguaje de
la amistad no son palabras, sino significados". Y en nuestros encuentros,
en nuestras miradas y gestos, se teje un lenguaje único, cargado de
significados compartidos a lo largo de estos años.
Mi ausencia, aunque involuntaria, sirve también como un
recordatorio del valor que cada uno de nosotros tiene dentro de esta hermandad.
Sé que mi falta se habrá notado, al igual que yo noto la suya hoy. Y esa
añoranza mutua no hace sino fortalecer aún más los lazos que nos unen.
Mantener una hermandad como la nuestra durante 25 años no ha
sido tarea fácil. Ha requerido esfuerzo, compromiso, voluntad de perdonar los
roces inevitables y de celebrar los momentos de alegría. Hemos aprendido a
cultivar esta relación como un jardín, regándola con tiempo de calidad,
comunicación sincera y gestos de cariño.
Y la gastronomía, nuestra pasión compartida, ha sido la
tierra fértil donde estas raíces han podido crecer fuertes y profundas. Cada cena
o almuerzo ha sido un ritual de unión, un acto de compartir no solo alimentos,
sino también historias, sueños y esperanzas. Cada receta, cada sobremesa, ha
dejado una huella imborrable en nuestra memoria colectiva.
Hoy, desde la distancia, brindo mentalmente por mis
hermanos, por estos 25 años de sabor y fraternidad. Sé que la llama de nuestra
hermandad sigue viva, alimentada por el cariño y la complicidad. Y aunque hoy
mi silla haya quedado vacía, mi corazón está con ellos, esperando con ansia el
próximo encuentro.
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