“Yo creo que el Alma, el espíritu de todos los seres humanos, forma como un tejido poderoso que envuelve todo el Planeta y que de alguna manera es el que pervive… Yo creo que quien aporta más a esa alma colectiva, a ese acervo cultural colectivo, a ese ser vivo palpitante, impalpable, que es el ente de la cultura viviente universal, de alguna manera pervive y de alguna manera obtiene un billete para la eternidad”.
Félix Rodríguez de la Fuente
Nadie duda que vivimos inmersos en un periodo de cambios profundos a nivel mundial. Estamos siendo testigos y partícipes del ocaso de un modo de entender la vida en sociedad; de sobrevalorar de forma enfermiza la realidad puramente material de nuestra existencia así como la del resto de seres vivos y del medio que nos rodea; de encerrar todo nuestro potencial humano y el misterio de nuestra identidad en los límites de un ente corpóreo (identidad que se minimiza hasta ser reducida a mero código numérico cuando por conveniencia de grupo devenimos en ciudadanos). El ocaso de un sistema obsesionado por convertir la productividad en un fin en sí mismo, por muy perniciosos y autoaniquiladores que sean sus efectos. El ocaso de unos patrones de pensamiento establecidos y reglamentados como dogmas por unas jerarquías religiosas, políticas y sociales que se han quedado obsoletas y en muchos aspectos huérfanas de significado. Una época, en suma, de desfase y desilusión, donde se manifiesta en todos los niveles una paulatina y creciente consistencia de este “fracaso” global.
Sergey Brin, cofundador de Google, resumió la realidad que ha marcado en gran medida el transcurso
de estas últimas décadas y que ha propiciado nuestro lento pero continuo proceso de desmoronamiento: “Hace diez años un investigador de la Universidad de Stanford no tenía el mismo acceso a información que hoy día cualquiera puede tener en un cibercafé de Bangladesh”. Así de poderosa es -aún- la capacidad de Internet. Como ejemplo: gracias a esta herramienta muchos hemos conocido el dato de que en la sabiduría milenaria china -representada en la simbología de sus caracteres idiomáticos-, el equivalente hànzì de la palabra “crisis” está compuesto por dos ideogramas que expresan el “peligro” y la “oportunidad”, aportando con esta elección la enseñanza de que toda crisis trae pareja una latencia, un potencial de mejoramiento y evolución. Si esto es cierto -y suponiendo que exista una proporcionalidad entre el grado de intensidad y el potencial de oportunidades que la crisis trae consigo-, podemos afirmar que estamos atravesando un tiempo de oportunidades cruciales que derivarán en un nuevo ciclo histórico a nivel mundial. Muchas personas no dudan en afirmar que vivimos los albores de un nuevo Renacimiento que ampliará y profundizará las posibilidades de compresión del ser humano ante su propia naturaleza, así como la aceptación de ciertas realidades fenoménicas que aún chocan con el actual planteamiento lógico racional con que el ser humano interpreta el aparente orden que rige la Existencia.Osho -considerado por muchos un místico realizado y por otros el gurú de una secta destructiva- distinguía entre el sentido de la rebelión y la revolución. Para él, la rebelión mantenía una relación más auténtica con la idea del cambio real, porque se basaba en una total desconexión de todo lo viejo, de todo su contenido; propiciaba el renacimiento de una experimentación espontánea y directa de la vida sin la interferencia de ningún condicionamiento previo. La revolución, sin embargo, sólo trata de realizar diversas reformas que reorganicen el estado de las cosas a la realidad del presente, pero no reniega de las viejas estructuras que han sostenido el sistema. Para su criterio, la “rebelión” sería radical, total, extrema; la “revolución”, esencialmente, una “actualización” del sistema.
Los humanos vivimos en función de las distintas interpretaciones de la realidad que aceptamos como auténticas, y que al hacerlo, constituyen los pilares en los que edificamos nuestra propia identidad. Por trabalenguas que parezca, en esta realidad ramificada en las distintas interpretaciones de la realidad que constituyen nuestra realidad individual, algunas personas consideran como una realidad manifiesta –por ser un patrón materializado en sus vidas-, el hecho (“hecho”, a su criterio) de que los cambios externos son los que motivan y provocan un cambio interior; muchas veces, incluso, son convertidos en condición necesaria para que se produzca un cambio interno. Otras personas consideran que es la actitud interior -el sentimiento interno, los pensamientos que albergamos, los deseos que imperen en nuestra consciencia, etc.- lo que acaba por atraer a personas y acontecimientos afines a ella. En gran medida éste es el “secreto” que desvela la saga de “El Secreto”, que en líneas generales es una interpretación de la ley de atracción: nuestro mundo exterior (en personas, circunstancias y vivencias) es fiel reflejo de lo predominante en nuestro mundo interior.
Lo que no admite ningún género de interpretación es que -al margen de las infinitas interpretaciones con que el hombre puede intentar vislumbrar los mecanismos de la realidad, incluidos los de su propia naturaleza- la Tierra continuará girando alrededor del Sol, aunque desde la perspectiva de nuestra realidad cotidiana, sea éste el que salga y se ponga cada día en los límites del horizonte. De igual modo, resulta una evidencia contrastada por la Ciencia el hecho de que toda la materia -desde las células más diminutas de cualquier organismo hasta las macroestructuras más colosales del Universo- nace de un núcleo que se expande a lo largo de un espacio que es, en su inmensidad, vacío.
Ese mismo vacío, manifestado en el silencio, sostiene y permite el sonido de la vida. Pitágoras teorizó sobre la existencia de sonidos que producían los planetas en sus giros cíclicos alrededor del Sol y que creaban en su conjunto armónico la “música de las esferas”; música que también se genera en el microcosmos del cuerpo humano, pues toda vibración afecta y altera al conjunto… y todo es vibración. La misma energía constructiva e inteligente que hace latir el corazón de todo ser vivo, se manifiesta también en el perfecto movimiento geométrico de neutrones y planetas. La Música expresa esta perfección matemática e intangible del Amor, que es a la vez Energía e Inteligencia.
La “Oda de la Libertad”, de Friedrich Schiller, despertó en Beethoven un sentimiento tan profundo e inefable, que quiso plasmar ese sentir en una partitura y así dejarla para la posteridad. Según parece, el hecho de que algunos revolucionarios franceses la cantaran como letra de la Marsellesa, hizo conveniente modificar el término “libertad” por el de “alegría” (palabras que en lengua alemana resultan parecidas). El dato de que sirviera de inspiración a Schiller la entonces reciente Declaración de Independencia de los Estados Unidos, y su creencia en el ideal -compartido por Beethoven- sobre la naturaleza fraternal del género humano, hacen aún más creíble esta hipótesis. Pero sea o no cierto este acto de censura, por su propio contenido y por el sentimiento que despierta esta obra, bien pudiera denominarse, más que “Oda de la Alegría”, “Oda de la Dicha que nos da la Libertad”… Teorías y suposiciones aparte, nadie duda de su condición de obra maestra, siendo la única composición musical de la Historia que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad, resultando además el Himno de la Unión Europea.
Aunque han transcurrido casi dos siglos desde su creación y han variado bastante las circunstancias políticas, sociales y religiosas -en general, para mejorar en campos como la salud, la técnica o el desarrollo-, el ser humano sigue ansiando una Tierra en paz, ausente del negocio de las armas y del mercadeo de la violencia por parte de los medios, donde las personas vivan sintiéndose unidas en lo esencial con esa energía que les impele a vivir y hacer frente a sus retos, así como con el resto de seres vivos, el Planeta que nos permite experimentar la vida y el Cosmos que contiene a éste como una mágica y bella mota de polvo en su infinita inmensidad. El hombre ansía trascender su propia violencia, que en suma no es sino la consecuencia del miedo de ignorar su auténtica naturaleza y el Camino tras la muerte.
Decidirse a revivir como máximo valor un sentido sagrado (y por tanto ilusionante, mágico, vivificador y sanador) de nuestra existencia y de la vida en sí en todas sus manifestaciones, significaría sin lugar a dudas uno de los pilares vitales en que se sustentaría una sociedad pura –utópica, pero que algún día se hará manifiesta-. Una sociedad que han vislumbrado personas a lo largo de los siglos desde que el mundo es mundo, y que, afortunadamente en estos tiempos experimentará unos pasos decisivos que la ayudarán a avanzar hacia su consecución.Vivimos inmersos en un periodo de cambios profundos a nivel mundial… Que el afán por el amor -no exento en su dulzura de valentía, dureza y coraje en la defensa de sus ideales- traiga la luz de una verdadera rebelión que dé nacimiento por fin a un nuevo hombre. Un nuevo hombre sin límites, sin naciones, sin barreras… Un nuevo hombre que sea capaz de idear, llevar a cabo y sostener una civilización que pueda llamarse en su más libre, profundo, sagrado y dichoso sentido una “civilización humana”.Juan Armas
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